Rito y Ficción                                                                        Texto de Martina Pedreros


El archivo ha sido una manera de fijar experiencias con el fin de transmitir una sensación de veracidad que pocas veces es refutable. El pensamiento científico y su pretensión de objetividad ha abusado de la idea de archivo como un registro inmutable, al cual se puede acceder buscando un estado de cosas expuesto en desnudez. Sin embargo, la conciencia de la subjetividad del investigador respecto al encuentro con el/lo otro, abre un abanico de preguntas sobre cómo enfrentarnos a lo que no conocemos, desde qué lugar interpretar y cómo construir las herramientas para analizar aquello que nos obnubila. La fotografía, como herramienta documental, ha sido clave para testificar las experiencia. Sin embargo, la misma manipulación química de los negativos y la experimentación técnica hizo que prontamente el registro fotográfico se volviera altamente falseable. Los fotógrafos fueron tentados a probar los límites de la representación y la verosimilitud, sagrados para la noción de objetividad a la cual servían. La fotografía etnográfica no estuvo exenta de ello. La conciencia de estar frente a una cámara impone un gesto, una pose, una conciencia extraordinaria, automáticamente es performática, pues el cuerpo adopta aquello que quiere ver registrado: como si fuese un espejo, en la imagen fotográfica se congela la mirada de un ideal. La fotografía , en sí, es un rito. Doblemente ritual si es que es el rito de una etnia no registrada, la motivación a registrar.

¿Cómo capturar la imagen de un cuerpo que nunca ha sido expuesto a un obturador? Entonces aparece la empatía del fotógrafo, la intuición espacial y corporal, la interpretación del caos circundante, la posibilidad de volverlo cosmos. Así, registrar indumentarias rituales en retratos, requiere de cierta asertividad y empatía para indicar, como evocando la espontaneidad: "haz como si estuvieras en la situación en que usarías lo que llevas puesto". Fotografiar es ritualizar, es reconstituir el mito para registrarlo. Ritualizar es ficcionalizar.

El rito, como representación del mito o de la necesidad de consumar las creencias, de ponerlas en valor, transporta automáticamente a la noción moderna de ficción, donde el mundo creado es verosímil en tanto supone un sistema coherente. Cada cultura es un organismo y la ficción, como efecto posible dentro de una cultura, también lo es.

La luna continúa brillando noche a noche en su proceso de vacío y completitud constantes. Nada cambia para ella pero todo lo puede trasmutar en nosotros. Es este oleaje el que dota de sentido la existencia de los Shoshótel, seres lunares que enmascaran su ritualidad y que no ofrecen el rostro al foráneo, sino la investidura que les otorga su poéz (máscara-capucha).

El encuentro primero con la cámara y la situación de posar ante ella muestra gestos que evocan el sustrato simbólico de sus ritualidades: manos que se ocultan, miradas que señalan. Expresión de ojos, sonidos y, sobre todo, a través de texturas y pliegues de profunda raigambre.

Los cuerpos asexuados, la delicadeza de los gestos y la nobleza de la materia pertenecen a la unicidad de la noción orgánica de la poéz shoshótel: es parte de su cosmovisión porque los conecta con un rol simbólico y a la vez concreto, pues habla de su rol social. La máscara es la desindividuación porque es la comunión con un Todo. La intuición, el cuidado, la autoconciencia, la voluntad, la conexión con las fuerzas materiales y metafísicas que movilizan las relaciones sociales espirales, son parte del abanico de ritos a los que la fotógrafa pudo acceder. Pues las investiduras hablaron por los sujetos, aún confinados a cuevas donde sus últimos descendientes silban a la luna cuando está vacía, pidiendo que vuelva a crecer una vez más.

MARTINA PEDREROS